lunes, 27 de diciembre de 2010

La Daga Burdea

Por Rodolfo

   En la estación, al mirar por la ventana del buscarril hacia la boletaría, visualizo el castillo. No dejo de pensar en lo que había pasado.

   Tiempo atrás estaba buscando algún trabajo distinto al de la posta y cuando supe de que el gringo jubilado, Mister O´Ryan, necesitaba de quien lo cuidara, fui hasta su hogar. Su señora había fallecido hace 20 años atrás. La gripe española que asoló a Europa en la década de los veinte fue la causante de su muerte. El viejo me contó que la gripe era tan fuerte que hacía que los cuerpos desaparecieran de la faz de la tierra y que aquellos cadáveres estaban malditos. Siempre pensé que el maldito era él y que su mujer se había arrancado de su lado, pero él necesitaba de quién lo cuidara y yo el dinero para salir de este pueblo.


   Nací y me crié en Quintero, puerto de la región de Valparaíso. Hija única, lo que llevó a mi madre, dentro de las escasas oportunidades que habían acá, a incitar mis quehaceres escolares y a leer mucho, situación que nunca compartió “Don Carlos” o “Señor Ferraz”– como ella solía llamar a mi padre, más por miedo que por respeto -. Vivíamos de la venta de mariscos y pescados que recolectábamos en el puesto que teníamos en la Playa El Manzano. Mi padre era pescador y obtenía buenos productos siempre y cuando no estuviese borracho.
   A medida de que el tiempo fue generoso conmigo y me otorgó de estrechas curvas en la cintura y grandes promontorios que realzaron mis vestidos, mi padre exageraba en sus cariños; yo le hacía el quite, pero el insistía. Me decía “Carmencita, tranquila” y de manera brusca me sentaba en sus piernas. Él me sacaba la pequeña daga en forma de cruz que colgaba de mi cuello - regalo de mi abuelo y que yo siempre tenía junto a mí - para besar mis labios y tocarme los pechos. Intenté escabullirme varias veces pero sin éxito ya que me golpeaba tan duramente que me hacía perder las fuerzas. Mi madre nunca hizo algo por ello. Le tenía terror a las represalias.
   Mi padre comenzó a hacerme visitas nocturnas y estas se repitieron tantas veces que perdí la cuenta. Debido a las amenazas tenía que sólo soportar, y el paso de sus manos ásperas atravesando mí cuerpo y su lengua húmeda queriendo desgarrar mi piel fueron tallando mi adolorida alma. Y así me quedé.
   Yo creo que todo el pueblo sabía de ello, pero conocían a mi padre y lo violento que era, así que nadie se arriesgaba por mí. El pueblo se fue transformando, para mí, en un pueblo maldito, con miradas de lástima por parte de algunos, desconsuelo, quizás, de otros, pero jamás olvidaría las miradas cizañeras, creyendo que mi silencio era parte de un placer. Éstas me desgarraron internamente, más de lo que pudo hacer mi padre: nunca vieron a una niña que sufría, sino que a una mujer que disfrutaba.
   Estas miradas pueblerinas endurecieron mi corazón y terminaron por convencerme que mi última oportunidad para nacer nuevamente era saliendo de aquel lugar, costase lo que costase, y parece que Dios se acordó de este rincón de mar.
   En un confuso momento para mí, no recuerdo bien qué fue primero, si mis deseos de matar a mi padre o que desapareciera de la faz de la tierra, Dios quiso ayudarme y llevárselo en una noche de pesca, aumentando la marejada a tal punto que dio vuelta su embarcación. Pero sólo quiso vengarme, porque parece que no le gustó lo que vio y lo devolvió a la tierra, sin vida. Lo encontré tirado en la Playa de Loncura, hinchado y con llagas en la piel, de seguro por las malas acciones que le quedaron arraigadas. Casi no lo reconocí. Por un momento pensé que el gringo compartía mi dolor, ya que cuando le conté, me consoló diciéndome que mi padre estaba maldito y por eso Dios no quiso llevárselo.
   Recuerdo que después de la ceremonia de entierro, donde el sacerdote repitió una y otra vez el nombre completo de mi padre, “Don Carlos Ferraz Mondaca”, sentí que un gran peso se iba dentro de aquel cajón burdeo en donde yacía el muerto. Habían construido un pequeño y humilde muelle para este tipo de ocasiones, que traspasaba el oleaje y así dejar el ataúd en un bote que llegaba hasta San Pedro, que era el pueblo de pescadores a un par de kilómetros hacia el norte, lugar de donde habría nacido mi padre y, de venir de allí, lugar de donde nunca debiese haber salido. Desperté bruscamente aquella mañana y mi madre se encontraba conmigo, acariciando mi cabello y entre lágrimas me decía que me tranquilizara y que la pesadilla había terminado.
   Ese día decidí trabajar en otra cosa, fuera del mundo de la pesca, para así juntar dinero y poder salir de aquí. Había un puesto en la posta - lo que nosotros, orgullosamente, llamábamos hospital - a unas cuadras de la estación de ferrocarriles. Partí como auxiliar. Las monjas no podían con todo el trabajo y el médico que había no daba a basto para todos los cuidados. Comencé aseando enfermos y manteniendo limpias las pocas habitaciones que había, hasta, con el tiempo, ayudar en curaciones de heridas y en la aplicación de algunos medicamentos. Desde una ventana veía con envidia como los viajeros se subían al tren o buscarril, y se marchaban lentamente del pueblo. Agachaba mi cabeza esperando que llegara mi oportunidad y seguía con mis labores. Pero la paga no era de las mejores, alcanzaba sólo para la comida. Decidí buscar otra cosa y así fue como llegué donde el viejo O´Ryan.

   Era sabido que el gringo acuñó una enorme fortuna en sus distintos viajes por el mundo, y más aún, cuando encontró que la venta de mineral en el extranjero era un negocio aun incipiente en Chile y que él, con todos sus conocimientos, estaba a cientos de kilómetros de ventaja con respecto a su más cercano competidor. Con lo acumulado, terminó de construir el castillo que se encontraba en una de las colinas de la península.
   Vestida del uniforme blanco que me quedé del trabajo, ajustado por un cinturón y mi túnica hechiza, imitación de enfermera, fui donde el viejo. Cuando me planté frente a la puerta del inmenso castillo situado en la Puntilla de SanFuentes, cerca de la playa Las Cañitas, el viento golpeaba la construcción con gran fuerza y el oleaje ensordecía los golpes que yo daba en la puerta. Les juro, por mi nombre, Carmen del Rosario Ferraz Silva, que la puerta se abrió sola, hasta la mitad, en forma muy lenta. Llamé varias veces pero no recibí respuesta. Me persigné con mi daga. No sabía si irme e intentarlo otro día o entrar para conseguir lo que andaba buscando. Opté por lo segundo.
   Cuando se terminó de abrir la puerta, su chirrido hizo gran eco. Al apoyar mi pie en las oscuras y antiguas tablas del piso que cubrían el eterno pasillo, un crujido llegó a helarme los huesos y al poner el otro pie, una fuerte energía comenzó a empujarme hacia dentro. Cada paso era una obligación que provenía de un más allá. No pude detenerme. Miré hacia atrás y la puerta se cerró abruptamente. Intenté rotar mi cuerpo y nada. Sólo logré detenerme al final del pasillo el cual terminaba en una especie de “T”. Hacia mi izquierda, una serie de puertas que se mantenían cerradas. Hacia la derecha, una blanca mampara, con un hermoso ventanal cuadriculado a través del cual se vía una escalera en bajada que daba hacia el patio.
   Escuché el susurro de mi nombre desde el patio, una y otra vez. Miré hacia todos lados. No sabía que estaba pasando. No reconocí aquella voz. Una extraña brisa chocaba en mis piernas, acelerando mi marcha y una serie de manos me empujaban hacia aquella voz. Mi miedo crecía por cada situación. Quise salir de allí, pero aquella fuerza impulsora era muy potente, la puerta de la mampara se abrió y sólo podía dirigirme hacia el patio. Pasé las escalas volando, izada por las manos que me habían tomado y que me dejaron al lado de un árbol, un Naranjo. Junto al tronco, un canasto lleno de peces.
- ¡Carmen! Welcome. No te esperaba tan luego – Una voz senil y agringada proveniente desde mis espaldas.
   Giré asustada y el viejo puso su mano sobre mi hombro, agregando:
- No asustar. Yo también creo que el pueblo está maldito, pero sólo para algunos.
   Me quedé mirándolo y pensé en lo extraño de las circunstancias. Primero, una fuerza misteriosa que me llevó hasta el patio, luego, su conocimiento de que iba a venir y después agrega lo del pueblo maldito. Le increpé todo de una vez:
- ¿Cómo sabe mi nombre? ¿Qué está pasando en esta casa? ¿Y por qué cree, al igual que yo, que este pueblo está maldito? – mientras tomo disimuladamente mi daga.
- Calm down!, hija. Deja tu pequeña arma de lado. No la necesitaras. Vamos por parte – Me contesta de forma pausada, mientras recoge el canasto y con un gesto en su cara me invita a que lo siguiera hacia dentro del castillo.
– …
– Este pueblo es del tamaño suficiente como para conocernos entre todos. No deberías extrañarte por aquello. Por otro lado, tú sabes que este castillo es una construcción muy antigua, y que yo pude, afortunadamente, terminar. Tiene más años de lo que podría hacer mi edad junto con la de tu madre, mi querida Carmen. – Abre la puerta que da hacia dentro del castillo e ingresamos. En cada paso la casa se llenaba de tenebrosos crujidos de madera, los cuales se perdían por el corredor – No deberías asustarte con lo viejo – Entre risas.
   Cruzamos el pasillo donde estaban la serie de puertas cerradas, cuyo final se conectaba con una gran sala de estar, llena de utensilios de adorno. Me quedé mirando los óleos de las paredes.
- Si te fijas bien, son distintas estaciones de trenes de Europa: Paris, Londres, Madrid, Frankfurt, en fin, todas son de alguna ciudad en donde he vivido.
- Son bellos los cuadros – Le dije, mientras continúo contemplando los óleos.
- En cada ciudad existe una estación. Para mi representan la oportunidad de viajar lejos y dejar los malos recuerdos atrás. Pero de este pueblo no he podido salir desde que llegamos con “my wife”. Por eso es maldito para mí. Desde su muerte he estado atrapado en este rincón del mundo – los ojos azules del gringo se realzaban de su rostro, invadido de una piel rosa y arrugada - Pero tú no vienes a escuchar viejas historias, vienes por el trabajo y eso te explicaré.
   En un principio, el gringo me parecía más bien un tipo solitario, pese a la fortuna que poseía. Si bien no me quedé tranquila con sus respuestas, me parecía un buen lugar para trabajar.
   El viejo continúa diciendo:
- Puedes empezar hoy mismo, si gustas. Welcome!
   El trabajo en el castillo, en contraste con la del hospital, era distinto, partiendo por el hecho de que debía de estar puertas adentro toda la semana. Me daba libre un día a la semana, siempre y cuando se lo pidiera con tiempo. En un comienzo no cuestioné el hecho de que el viejo quisiera a una persona como yo en su casa. Pensé que necesitaba de cuidados médicos, pero él era capaz de hacer sus cosas por si sólo. A mi no me molestaba, mientras pagara.
   Mister O´Ryan se levantaba muy temprano. Yo tenía que hacerlo siempre a las seis y media de la mañana. Luego de tomar un baño, él tomaba desayuno en el comedor. Yo lo hacía en la cocina. Después se iba a la oficina que tenía en el segundo piso, con vista al mar, y estaba el resto de la mañana inmerso en papeles, revisando cuentas y otras cosas que yo no entendía muy bien. Yo realizaba el aseo de toda la casa, y bien metódica y cautelosa, con tal de no molestarlo en ninguna ocasión. Después, él almorzaba en la terraza. Yo en la cocina. En las tardes se dedicaba al jardín, a leer y tomar una botella de vino. Yo le seguía o me quedaba cerca por si necesitaba de algo. Durante las primeras semanas no percibí nada extraño, a excepción de un par de situaciones. Al viejo, mientras estaba solo en alguna parte del castillo, lo vi en varias oportunidades conversando solo, en especial durante la puesta de sol, donde él decía que era el reflejo de melancolía de sus ojos por la muerte de su esposa. Le respetaba aquel momento.
   Pero al fin del primer mes me encontré con algunos cambios grotescos en la actitud del viejo hacia mi persona. Dejó de llamarme “Carmen” o “Hija”, como solía hacerlo, para decirme “Darling”. Ya después de ello, no recuerdo bien cuál fue el orden de las cosas, pero la dulzura y respeto de sus tratos se esfumaron. A veces me hablaba serio, retándome. En otras, me decía cosas en inglés y él se enojaba cuando no le entendía nada, y golpeaba la mesa o botaba el primer objeto que tuviese a mano. En otras, cuando pasaba por mi lado pellizcando mi nalga, intentaba subirme el vestido. Lo dejaba, ya que qué me iba a hacer con todos esos años encima, pero me equivoqué y sus “pellizconcitos” pasaron a “pellizcotes” y enterradas de uñas en mi piel. Si me quejaba, él con un coscorrón silenciaba mi dolor.
   Las inmundas manos del gringo en mi, eran como las de mi padre y recordaba el maldito pueblo y mis ganas de viajar muy lejos. Para evitar que me hiriera lo suficiente me hacía muy pequeña, respirando lo menos posible y me arrancaba de sus garras. Pero me perseguía por todos los rincones, hablando ya no sólo en inglés, sino que en otros idiomas, y yo, por mis pequeños pasos era alcanzada, y su lengua me envolvía. Lo repudié, más aún cuando me dijo que me iba a aumentar el sueldo a fin de mes y el fin de mes llegaba y el seguía pagándome lo mismo.
   Con el transcurso de los meses, el viejo asqueroso terminó de perder completamente su cordura. No podía hacerse cargo de los negocios, así que no halló nada mejor que poner todo en venta, pero me dijo que cuando completara todo el negocio me iba a dar un buen premio. Y yo esperaba que la promesa llegara, tan así, que mantuve hechas mis maletas para que cuando tuviese el dinero emigraría de allí rápidamente.
   Y nuevamente nunca llegó lo prometido, salvo la repetición de sus sucias manos y aquella lengua que recorría todos mis rincones. No lograba zafarme de ello. No lograba zafarme del viejo. No lograba zafarme de mis recuerdos. Aquel castillo se había transformado en un calabozo.
   Durante las noches, mientras él dormía, me duchaba durante largas horas, pasándome fuertemente un paño para sacar de mí la saliva que aún tenía impregnada.
   Una noche durante la ducha, el agua corría por mi cuerpo y de su transparencia pasó a un café claro para transformarse en sangre. “Blood!” diría el viejo. Salí en forma abrupta de la bañera. Tomé la toalla y me quedé sentada en un piso mirando a través del tragaluz las estrellas. Pero fue esa noche en la que el mismo castillo incitó a llevar a cabo mi deseo de tomar el tesoro prometido y dejar en aquel pueblo mis recuerdos. Escuché mi nombre y el viento, ¡si!, el mismo viento que cuando llegué al castillo me llevó hacia aquella voz, y de repente estaba casi volando a ras de los corredores. Llegué a la bodega. De allí se abrió una de las puertas del mueble que colgaba en la pared, dejando a la luz un frasco de pulpa de cicuta que tenía guardado el gringo. Allí estaba el fin del viejo y el comienzo de mi libertad.
   Tomé el veneno y lo llevé a la cocina y disolví lo suficiente para matar a un toro y no perder el buen sabor en el vino que le serviría al otro día. Aquel líquido letal era lo que andaba buscando. Comenzaría perdiendo la sensibilidad de sus manos y pies hasta de su lengua, y luego un frío tal que lentamente viajaría por su cuerpo. Él sentiría que la vida se le escapaba, y cuando quisiese hacer algo, aquel frío invadiría su corazón, otorgándole la muerte, placentera para mí y terrible para él.
   El día llegó. El gringo se tomó tres cuartos de la botella y nada. Incluso durmió una siesta, pero parece que quedó mejor que antes, ya que apenas se despertó me fue a buscar, y a pesar de que me escondí bien en el armario, fueron sus manos las que me encontraron.
   Cuando las manos del viejo desaparecieron y su respiración ya no se oyó, salí del armario. Pero mi pieza ya no era la misma. Había otra cama que miraba hacia la ventana, unas cortinas muy antiguas, un candelabro y un gran crucifijo en la cabecera. Mis ropas se habían transformado en un vestido de principios de siglo y mi apetito de muerte había crecido. Sin mucho tiempo, mientras él se encontraba no sé donde, rellené la botella de vino con más veneno, esperando que siguiera su travesía alcohólica y que Morfeo se lo llevara.
   Me escondí en unos de los dormitorios donde él no pudiese encontrarme. Para calmar mi desesperación, acariciaba la daga. Permanecí mucho tiempo allí.
   En la noche, cuando se metió en su pieza, yo había quedado en un ángulo inmejorable y vi como se sacaba parte de su ropa mientras iba llenando la copa de vino. Mi respiración se detenía en cada sorbo del viejo. Cuando ya casi termina la botella se fue a acostar. Sólo tenía que esperar.
   Al día siguiente, salí del escondite muy temprano por la mañana y ni luces del viejo. Me asomé por el pasillo, pero la puerta del dormitorio estaba cerrada. Seguí con mis quehaceres. Pero ya al anochecer, en vista de que no salía del dormitorio y de que mis llamadas a su puerta no eran contestadas, decidí que era el momento de tomar el tesoro y partir.
   Conocía donde guardaba el dinero, pero nunca antes me había atrevido a violar aquella seguridad. Le temía a lo que hubiese hecho el gringo si se enteraba de ello pero ahora tenía todo el tiempo a disposición. Cogí lo que me parecía una ración justa.
   Guardé mi boleto y me fui a la estación de trenes, en donde tomaría el nuevo buscarril que me dejaría en Quillota.
   Subí al carro. El motor me ensordecía y el ambiente se pasó a gasolina. No había nadie en la estación y la boletería estaba cerrada. Iba sola en el asiento. Cerré mis ojos pero los abrí cuando la máquina comenzó a moverse, lentamente, a la par de que mis recuerdos se desmembraban en mi cabeza. Por un momento el castillo quedó a la vista a través de la ventana. Una construcción a medias, cuyo origen no está muy claro en la historia del pueblo de Quintero, pero del cual se dice que nunca pudo ser terminado debido a la melancolía de su dueño, quién, a la muerte de su mujer, decidió acabar con su vida a la par del ocaso. Cada vez me costaba más permanecer alerta.

   Y cierro mis ojos y estoy en medio de aquella tormenta en la que desapareció mi padre. El ataúd flota en el mar, dejando una larga y extensa estela burdea.
   Siento risas, respiraciones, jadeos, algunos rezos a la distancia.
   El quejido de una herida de muerte. El líquido rojo topa mi entrepierna. El asiento húmedo y tibio. Un hedor a pescados y mariscos. Estoy en medio de un charco de sangre.
   De manera repentina me sacan del asiento y doy cuenta que es la policía quien me arrastra por el pasillo del buscarril.
   Grité.
   Es media noche y la estación esta vacía.
   Mi vestido completamente ensangrentado y el sargento diciéndome que me quede tranquila y no dijera nada.
   Estoy acusada de asesinar a Don Carlos Ferraz Mondaca…
   Reconocieron la daga que perforó el corazón del pescador…

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