domingo, 5 de diciembre de 2010

La Cena de Conquista

Por Rodolfo
Cada golpe del cuchillo en la tabla va a la par de sus latidos. Al sólo imaginar la futura presencia del invitado su corazón se acelera y los cortes también, hasta terminar la zanahoria en una serie de rodajas dispuestas en la fuente. Es una cena especial y ella lo sabe.

Toma los cebollines y continúa el mismo ejercicio pero esta vez los ojos de Matilde se llenan de lágrimas. La emoción del amor con historias desafortunadas. Su primer marido muerto tempranamente. Otro desaparecido después de un mes viviendo juntos y una serie de encuentros, más bien, desencuentros con extraños. En esta oportunidad parece ser distinto: una gran apuesta al amor eterno.

Al terminar con los cebollines, Matilde va hacia la mesa del comedor. Chequea que todo esté en su lugar. El mantel sin ninguna arruga. Sobre él dos individuales, uno frente al otro. Las servilletas enrolladas celosamente y atadas con una fina cinta. Tres copas para cada puesto. El vino tinto ya destapado y a temperatura perfecta. El vino blanco en un hermoso balde con agua helada. Los servicios bien posicionados y una vela que será la luz de la cena. Corrige las posiciones de las sillas y vuelve a la cocina.



La mujer no tiene dudas que una buena comida llamará aún más la atención de aquel hombre, pero también sabe que un paso en falso podría llevar todo a un fracaso. Repasa los acompañamientos. Lava sus manos rozándolas lentamente. El agua que recorre sus dedos. Sigue en ello mientras imagina a su enamorado, quien aparece desde la llave entremezclado con el agua y toma sus manos. En cada roce la mujer acelera su respiración. El hombre la coge por su cintura y acerca sus labios a los de ella. Ella estira su boca en un gesto eterno. El agua que se escabulle desde el lavaplatos acumulándose en el piso. Cuando ella se percata, ve que el agua se acerca peligrosamente al horno encendido. Cierra la llave llevándose con ello la presencia varonil.

Matilde toma el pote que contenía una exquisita sustancia y macera la carne con dedicación. Tanta dedicación que sus manos sienten la fría y suave textura. Tanta dedicación que sus masajes comienzan a estirar y estrujar la carne logrando que las fibras se tensen y ablanden a la vez. Pasa a las caricias y en su cintura nuevamente las manos del hombre quien comienza a ayudarla. Al unísono sienten como la mezcla comienza a impregnarse en la carne. Pero los temores de la mujer de nuevo allí y se hacen parte de la mezcla. Con una mano toma firmemente las manos del hombre. ¡No quiere que desaparezcan!. Coge el cuchillo y comienza a trozar la carne en una tabla. Sangre emane en cada corte. Los golpes de éstos en la tabla hacen que los latidos de la mujer se aceleren. Su respiración entrecortada y cada vez más sangre que baña las manos. Más cortes y más sangre como si fuese la única forma de demostrar que la carne es aniquilada. El líquido rojo es la base de aquellos trozos en la madera y las cuatro manos se confunden entre ella y los pedazos. Ella abre la puerta del horno. El coge los pedazos con un utensilio. Ella acerca la fuente. Él dispone selectivamente la carne en el acompañamiento. Ella empuja la fuente dentro del horno. El cierra su puerta. Ambos lo dejan a temperatura adecuada.

La mujer toma un paño. El hombre se queda mirándola desde un rincón. La sangre ha recorrido desde el mesón hasta el horno. Ella envuelve su mano con el género y limpia. El hombre la mira. Matilde asea una y otra vez. Los muebles vuelven a su color original. El hombre desaparece. El paño adquiere el rojo. La mujer se va a la habitación y espera la llegada de su amado.
El timbre del horno y el término de la cocción. Matilde prepara los platos y los lleva a la mesa. Tres golpes a la puerta y el amado que justo ha llegado. Se saludan tímidamente. La mujer lo hace pasar al comedor dirigiéndolo a la mesa.
Matilde y el hombre se sientan. Él toma la iniciativa y alzando su copa le pide con un gesto que le retribuya el saludo. Ambas copas chocan en el aire y el sonido creado fue el impulso para que sus corazones danzaran. Él enciende la vela. Ella apaga la luz. Sus rostros iluminados y las miradas que quedan entrecruzadas. Con un gesto ella da por iniciada la cena y los alimentos a la boca.
Para el hombre, una exquisita comida. Para la mujer, el inicio de la conquista. En el plato, los trozos de carne entremezclados. El hombre se los queda contemplando y nota que uno de ellos tiene una forma cilíndrica. Con el tenedor lo gira. Ella coge la copa y toma un sorbo de vino. Él sigue moviendo el pedazo de carne y le expresa a Matilde que le parece singular su forma. Ella se lleva las manos a la cara y sonríe nerviosa. En ese instante el hombre se percata que, de la mano de la mujer, hay un pequeño tinte de sangre que proviene de la falange ausente del dedo índice.










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