miércoles, 22 de septiembre de 2010

Café con Tostadas con Mantequilla

En el hospital, es un secreto a voces que el jefe de servicio y su secretaria dejan correr sus emociones en la oficina. Y la función como administrativo me ha posibilitado un nuevo puesto de trabajo junto a aquella funcionaria, a sólo unos metros del lugar de los hechos.
Innumerables veces se han encerrado, por largos minutos, a tratar “aspectos del trabajo”. Después de observar los distintos peinados con que sale la secretaria de la oficina, seguramente por buscar el azúcar, calentar el agua o batir la leche, está más que claro que el típico café mañanero viene con más de algún “agregado”.
Por ello, a mis labores adjunto la de ser “copuchento”. Aprovecho cada momento para seguir sus pasos amorosos. Sin ir más lejos, descubrí que si se deja en cierto ángulo de apertura la mampara de vidrio, uno puede verlos gracias al reflejo, y así, corroborar el acto, a pesar de la inmensa diferencia de edad y la condición marital del doctor.
Se suma a esto, que cada vez que llega la señora del galeno a visitarlo, nuestra invaluable funcionaria se enfurece, a tal magnitud que, si le piden algún agua caliente, ella inventa cualquier excusa con tal de no servir.
Hoy es una buena oportunidad para sacarle provecho a la situación. Abordo a la secretaria y le digo que sé lo que sucede. Calla por varios segundos, y me pregunta que qué quiero. Saboreando el poder en mis manos, le contesto que, para empezar, cada vez que le fuese a servir café, también me trajera uno, con tostadas con mantequilla.
Cuando llega con la blusa abrochada hasta arriba, le exijo que se desabotone un poco, para relucir su escote y así poder tener un aliciente más en mi pega. De vez en cuando, toco sus glúteos cuando conversa por teléfono, y, aunque me hace el quite en un comienzo, después de mi mirada desafiante, sólo tiene que dejarse.
En un momento de descuido, la secretaria va a la oficina y deja la puerta semiabierta, y con desespero corro hasta quedar plantado bajo el marco. Veo como deja el café en el escritorio, y él, con su senil mano, le acaricia su rostro y estira sus labios para besarla. Ella, se sienta en la mesa y sube su falda un poco más, para que sus relucientes muslos quedaran víctimas de los dedos exploradores.
Mi pulso se acelera lentamente. Se levantan. El calor me invade. Comienzan a utilizar el estante de libros como apoyo, moviéndose de un lado al otro, hasta perderlos de vista. Mi respiración se agita. Cuando estiro el cuello, se abre repentinamente la puerta y el jefe frente a mí. Me pregunta que qué estoy haciendo, y yo pálido, quedo mudo. Con un gesto me manda a trabajar y cierra la puerta fuertemente.
Siento que mi imperio de placer llega a su fin. Mucho rato después, sale la secretaria y se sienta a trabajar, pero sin dirigirme la palabra.
En la mañana siguiente, como era de esperarse, me cita el galeno para informar que mis funciones en el hospital terminan. Haciendo caso omiso, lo amenazo con que le iba a contar todo a su señora. Con risa sarcástica, coge una taza de café y me cuenta que sería bueno que lo hiciese, ya que, hoy en día, los trámites del divorcio están en manos del abogado. Luego, amablemente me saca de su oficina.
No sólo pierdo mi pega, también los beneficios adquiridos con tanto esfuerzo. Sin embargo, al llegar a la oficina, sobre mi escritorio encuentro un café con tostadas con mantequilla. Casi me pongo contento, si no es por una pequeña nota que dice: “Feliz último día. Con cariño. La secretaria”.

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