sábado, 18 de diciembre de 2010

El Amor de Petunia

Por Rodolfo

   A continuación del sofá que daba hacia la puerta principal, había erecta una angosta columna de madera. En su extremo achatado un macetero de greda, donde Petunia lucía como la más bella flor de la casa.
   El hombre celaba de Petunia en todas sus formas. No bastaba sólo con cuidar de su hidratación, sino que una vez por semana, de manera delicada la aseaba con un suave paño, acariciándola, desde el tallo, paseando por cada hoja con especial dedicación, hasta llegar a su única flor formada de blancos pétalos divididos por unas delgadas líneas violetas. Pese a la altura de no más de cincuenta centímetros, sus hojas redondeadas y ligeramente vellosas relucían su verdoso cuerpo.


   Las horas más felices de Petunia eran cuando el hombre se quedaba en el sofá, leyéndole poemas. Ella, a quien le encantaba escucharlo, para oír mejor se giraba cautelosamente hasta quedar mirando los labios del amado, los cuales se movían dando textura a las palabras. Petunia, por cada palabra escuchada tocaba su cuerpo, se abrazaba, imaginándose que sus hojas eran las manos firmes del hombre y rogaba que aquellos labios se desplazaran realmente a través del aire alcanzando sus pétalos, los cuales quedarían por cada ósculo hinchados de amor. Pese a que él tenía una mujer, Petunia no se desanimaba en su afán amoroso por la preferencia de compartirlo antes de no conectarse con la emoción de aquel sentimiento.
   Y así pasaron los meses para Petunia, entre lecturas de eternas y mágicas poesías, cariños que alimentaban el alma, y el agua, que gracias al roceador que utilizaba su amado, bañaba sensualmente su cuerpo. Sin embargo, no todo era armonía en la vida de la enamorada flor. Cuando el hombre llegaba en la noche y comentaba con la mujer algún problema en su trabajo, Petunia se entristecía y sus hojas perdían turgencia. Si no la acompañaba como solía hacerlo, ella se daba vuelta a la pared y llevaba la flor entre sus hojas, escondiendo su pena. Permanecía el tiempo necesario hasta ver la cara del hombre, a quien, al sólo verle sonreír, reparaba el malestar.
   Pero la flor fue testigo de más situaciones tristes. Innumerables batallas verbales que se desataban entre la mujer y el hombre, vaya a saber por qué desavenencias entre ellos, pero de que las había las había, y las discusiones eran continuas, los portazos retumbaban por toda la casa, y cada grito era una desgarradora llaga que iba tatuando el alma de Petunia, hasta que su flor se cerraba tanto como para creerla marchita, y de esa situación le costaba renacer, sino era por alguna mirada fugaz o un par de palabras del hombre, quien, preocupado, le tomaba atención, pero no tanto como ella quería.
   Es sabido que batallas continuas llevan a una guerra penosa y de las desavenencias pasaron a descalificaciones. La mujer y el hombre ya no se soportaban. Un día, los insultos fueron creciendo como un pequeño ruido en la montaña que se transforma en avalancha y la flor desesperada quería ir en la ayuda del amado, estiraba sus hojas, se esforzaba en moverse, pero sólo lograba desplazarse unos cuantos milímetros, y se quedaba allí, escuchando los gritos a distancia, como una especie de música aterradora, terminando dormida entre notas desafinadas y escalofriantes.

   Y fue un día fatídico cuando el hombre, hastiado de las discusiones con su mujer, decidió irse de la casa. Tomó un poco de cosas y las guardó en la maleta. Pasó por el frente de Petunia y sólo le dio una mirada triste. Mientras se escuchaban los sollozos de la mujer que provenían de la pieza, los cuales, sumados a los pasos de despedida del hombre, hicieron que Petunia inundara sus pétalos en lágrimas. Entre sollozos comenzó a llamar a su amado pero éste no la escuchó. Los gritos de la mujer suplicaban que no se fuera, y los llantos y palabras desoladas de Petunia llenaban todos los rincones del hogar, rogando que la llevase con él. Se oyó a la mujer por el pasillo, mientras la flor alargaba sus hojas intentando alcanzar la puerta. Pero ésta se cerró súbita y completamente. Petunia no concibió la vida sin su amado, cayó y al golpearse con el piso quiebra su tallo por la mitad. La mujer llegó a la puerta, pero ya era tarde, el hombre se había ido. No se dio cuenta de cómo la casa era invadida por la soledad, ni notó que Petunia yacía en el suelo, y si se hubiese dado cuenta, jamás se hubiese percatado que la más bella flor de la casa murió por amor.

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