viernes, 4 de marzo de 2011

La Toma

Por Rodolfo

   ¡Una palada más y listo! Ya puedo trasplantar la Chiflera desde el pequeño macetero al antejardín. Desde que me retiré del ejército tenía seleccionado el lugar donde instalarla, hará juego con los Papiros, el Ibisco y la Flor del Pájaro.
   Antes de retirar el montón de tierra, suelto la planta del macetero con un desmalezador. Comienzo con delicadas puntadas por las orillas del recipiente, cuando voy en la quinta, salen unos pocos chanchos de tierra desde los orificios. Algunos se sitúan alrededor de la herramienta en posición de defensa y otros, osadamente, suben por el mango hasta tocar mis dedos. Sacudo mi mano y nada. Vuelvo a sacudirla con mayor intensidad y seguían aferrados a mi piel. Con la otra mano los retiro… Continúo mi labor… Unos pocos golpes a los costados, la tierra que se va soltando y la planta a mi merced. La dejo a un costado. Cojo la pala pequeña y al introducirla al suelo un ruido grave, potente y la fuerza expansiva que me lanza varios metros hacia atrás, quedando cubierto de tierra. Asustado me levanto y veo que un gran orificio en comparación al que necesitaba para el trasplante. Una mirada al resto del jardín y corroboro que esté intacto. Comienzo a revisar la posible causa. Todo es normal hasta darme cuenta de un pequeño detalle: una diversidad de insectos que comienzan a salir desde el subsuelo - hormigas, escarabajos, cien pies, lombrices – distribuyéndose a una distancia prudente de donde estoy, observándome y algunos moviendo sus cabezas desaprobando mi acción.
   Sigo con lo mío. Aquellos animales no van a detenerme. Tomo la Chiflera y cuando la meto al hoyo salen más insectos, cientos de ellos, algunos desde el mismo orificio, otros desde el macetero, se van por todas direcciones. Pasan por sobre mis pies, a mis brazos, algunos se refugian en el sector de los papiros. Son demasiados, pero logro retirarlos de mi cuerpo. Sin perder mi objetivo, continúo con la faena hasta terminar con el transplante.
   Considerando la situación, decido exterminar a los invasores. Traigo el desinfectante de campo. En el roceador pongo la dosis recomendada. Ataco en todas las zonas del jardín donde se han escondido y me voy a descansar, esperando matar al enemigo.
   Después de algunas horas, me asomo por la ventana y sorprendido noto que están más activos que antes. Las hormigas habían construido un hormiguero que me llega a la cintura; los chanchos de tierra se tomaron el sector de los Papiros, construyendo una especie de fuerte con terrones y pequeñas piedras; los escarabajos optaron por la Chiflera; las lombrices habían transformado el jardín en un campo minado; y los cien pies se pasean por todos los sectores, celando todo… ¡Una toma!
   Al salir, todos se protegen en sus lugares. Tomo el roceador y nuevamente los ataco, pero nada. Desesperado comienzo a pisotearlos, pero cada impacto es un aliciente de reproducción que duplica su número y los nuevos que, rápidamente, toman sus puestos. No soy capaz de ahuyentarlos. Mi ira crece. Les grito, pero ni siquiera se asustan. Entro a la casa. Comienzo a dar vueltas como un loco. La derrota no es parte de mi vida. Salgo. La tarde avanza. El viento de invierno que hiela el ambiente… Decido provocar una inundación.
   Tomo la manguera y les doy la peor de las tempestades. Nada. Esperan que el agua se absorba y bajan de las plantas para continuar con lo suyo… Siguen allí, inmutables.
   Esto es un guerra, por tanto decido darles con todo. Cojo el roceador. Potencio el veneno adicionándole más cosas: gas mostaza, agente naranja, ácido nítrico, gas sarín, cianuro, pólvora y un par de calcetines usados. Dispuesto a no perder una nueva batalla, los baño del líquido letal. El olor asqueroso, aroma a un futuro triunfo. Algunos caen inapelablemente, otros, moribundos, intentan escapar. No los dejo. ¡Los aplasto! Una vez terminada la masacre, me voy a dormir. Necesito descansar.
   La noche transcurre tranquila, pero durante la mañana siguiente, despierto sobresaltado. Había tenido una pesadilla, en donde se repetía, una y otra vez, los eventos de la tarde anterior. Me levanto y voy hacia la ventana. No me atrevo a correr las cortinas. ¿Y si continúan allí? ¿Si sus fuertes fuesen más grandes aún? ¿Si se han multiplicado? ¿Qué iba a hacer si me atacan?
   Desplazo cautelosamente las cortinas y veo miles de cadáveres repartidos por todos lados. Me apresuro para corroborar mi triunfo. El veneno hizo su trabajo. Feliz destruyo sus fuertes, patiando los cúmulos de tierra, mientras que con una escoba acumulo los cadáveres en una pala. Llevando la pala, en el primer cortejo fúnebre, para depositar los cuerpos en la basura, paso a llevar la Chiflera y ésta se deshace, convirtiéndose en un montón de polvo. Sorprendido comienzo a tocar cada una de las plantas y así, cada una ellas se desvanecen al mínimo contacto. De un momento a otro el jardín se transforma en cúmulos de tierra, similares a los campos de guerra. La pérdida se impregna en mi corazón y la derrota en su trono.
   El clima impone su frío. El viento helado levanta los residuos. Miles de almas se agolpan en mi cuerpo cada vez con más intensidad. Empiezo a sentir dolor. Voy dentro de casa a refugiarme. Mientras cierro la puerta, oigo como el viento se lleva consigo el polvo.

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