martes, 13 de julio de 2010

No estamos solos

   Noches sintiendo el sonido infernal. Ese rasguño eterno en el techo, con aquel ruido idéntico al que se hace cuando el viento y la saliva pasan entre los dientes, y una serie de masticadas, similares a cuando alguien come una lechuga. Creí saber lo que era pero al no verlo mi seguridad estaba en jaque.
   Después de llegar del trabajo realicé la rutina de siempre: sacar el candado de la reja del antejardín, abrir la puerta de entrada, desconectar la alarma, cerrar la puerta, dejar mis cosas en la pieza y cambiarme de ropa; después de ello, ir donde las perras, limpiar el piso de sus deshechos, volver a la logia, sacar del mueble, bajo el lavatorio, la comida y llevárselas. Pero esta vez no pude terminar. La bolsa de alimento tenía un orificio en una de las esquinas y restos de comida que me llevaban hacia el desagüe. Los oscuros, delgados y pequeños cilindros de excremento confirmaban mis dudas: ¡Un ratón!.

   Si bien conocía los roedores, era primera vez que me enfrentaba sólo a ellos. Mientras viví con mis padres, ellos se encargaban de los invasores y ningún problema. En otra oportunidad, cuando vivía donde mi suegro, fue él quien se hizo cargo, pero el desastre que quedó en la casa al ayudarlo dejó en claro mi ineficacia en estos procedimientos. Había roto una escoba de adorno, de muchos años de antigüedad, después de varios intentos por golpear al invasor, y ni describir la inundación en la bodega, producto de correr bruscamente la lavadora cuando el pequeño animal se escondió bajo ella.
   Lo primero que hice fue cambiar de lugar el alimento de mis mascotas, para evitar el banquete que se estaba dando el enemigo.
   En la noche, cuando mi señora llegó del trabajo y le conté de mi hallazgo, se asustó, y sin problema me delegó la misión. Era todo lo que necesitaba. Tenía dominio sobre las estrategias que iba a utilizar en la batalla campal. Coordiné todo perfectamente. Desde la compra de un tarro para guardar el alimento y protegerlo de los hurtos, hasta el veneno. Para tomar el cadáver y depositarlo en el féretro de deshechos, afortunadamente estaban los guantes que uso en el jardín. ¡Ad portas del holocausto!
   Al día siguiente, dejé el alimento dentro del tarro y lo sellé, muy firme. Luego, puse veneno por todos lados. Quería tentar al ratón y no darle escapatoria. Colgué los guantes en mi cinturón, y un palo, al cual le puse un tirante, me lo crucé en el pecho.
   Quise retomar mi rutina, pero antes fui a darle un vistazo al jardín. Me maravillé de mis árboles y plantas, en especial las Prímolas, que llevaban poco tiempo en casa. Cuando volví a la logia, una pequeña masa atraviesa a toda velocidad el pasillo y un grito, muy femenino por lo demás, brotó desde mi alma. Cogí los guantes, el palo y, aterrado, comencé a arrinconarlo. Desplacé los cachureos que habían en el lugar. De un momento a otro me encontraba con el patio trasero repleto de éstos y con la logia casi limpia. Mantuve la repisa, una mesa, un par de estantes, las bicicletas y los venenos esparcidos por todos lados, pero sin señales del ratón. Me quedé inmóvil, ansioso del posible paso en falso de éste. Él no podría pasar por aquel campo sin darle una probadita al letal alimento.
   No tuve tiempo para pensar en una nueva estrategia, cuando, sentado frente a mí, encuentro al pequeño roedor, con su pellejo gris apegado a la calavera, una larga cola y mirando con unos ojos completamente negros, intimidándome. Chilló una vez y rasguñó el piso - similar al ruido que sentía por las noches - hasta quedarse quieto. Me quedé contemplándolo. Ninguno se movía. Sentí que estaba tan asustado como yo. Dejé lenta y cautelosamente el palo a un costado. Él seguía inmóvil. Me saqué los guantes. Él levanto sus orejas. Me incliné un poco y él también, doblando un poco sus patas delanteras. Acerqué mi rostro al suyo. Su respiración continuaba agitada. Lentamente acerqué mi mano a su cuerpo, pero saltó repentinamente. Asustado me incorporé, y él comenzó a correr, de un lado al otro, incluso, subiendo y bajándose de las paredes con una facilidad que me desconcertaba. Pero bastó que me pasara por sobre mi pie para que yo, nuevamente gritando, comenzará a perseguirlo con el palo, dando cientos de erráticos golpes que fueron destrozando los muebles, las paredes, las ampolletas, incluso el techo, hasta quedar con la luz del sol que se infiltraba entre los diversos agujeros que había provocado.
   Extenuado, solté mi arma. El animal al percatarse, esquivó los venenos, casi burlonamente, llevando en su hocico alimento de perro, hasta entrar debajo el lavatorio y desaparecer.
   Sin lugar a dudas una derrota. La humillación había sido tal que no tenía ganas de ordenar, ni siquiera intentar reparar los daños. Me fui a recapacitar al jardín, que es el lugar que uso para meditar.
   Sentado allí, pensaba en cómo había sido posible que el ratón hubiese salido indemne. Preocupado llevé mis manos al rostro. De repente, sentí que estaban comiendo cerca de mi, idéntico al masticar un vegetal. Miré hacia el frente y la imagen de la logia en ruinas repasó mi corazón herido. A un lado, el Pino Araucaria dándome sombra. Giré lentamente hacia el otro, y me encontré con un caracol, de minúsculos cachos y un caparazón muy amplio, sirviéndose un banquete con las hojas de mis Prímolas. ¡Era mi venganza! Quería verlo sufrir para saciar mi reciente humillación. Tomé un puñado de sal desde la cocina, pero no conforme, también llevé el veneno que el roedor había dejado intacto, no quería sorpresas. Al volver, el caracol ya no estaba, pero no debía de estar lejos. Rodeé mi decena de Prímolas con el antídoto. Esparcí el veneno de ratón en toda la llanura. Contabilicé las hojas mordidas y las sanas, y me senté entre ellas para vigilar.
   Apenas respiraba con tal de no espantar la caza. Me movía lentamente, desplazando mi peso de una cadera a otra, y así ir descansando. Los minutos fueron pasando hasta convertirse en horas. La tarde me abandonaba para darle cabida a la luna llena que iluminaba el nuevo campo minado. No recuerdo cuánto tiempo más estuve, pero algo llamó mi atención en una de las plantas. Me acerco, y corroboro que una de las hojas sanas estaba mordida. No había sentido ningún ruido. Encontré el colmo que inclusive los caracoles se me escaparan. Encolerizado con el ridículo, comencé con mis pies a destruir las plantas, una por una, hasta saciar mi rabia. Terminé de pie en medio del jardín, contemplando el desgraciado final de la vegetación. Algo se había roto dentro de mí. Mi cabeza a punto de estallar. Me quedé paralizado, pudiendo mover sólo mis ojos.
   Frente a mí, vi como el ratón aleccionaba al caracol, mostrándole que el veneno no era alimento, y que debía de levantar su falda cada vez que quisiera pasar por encima de la sal.

4 comentarios:

  1. como fuiste relatando el cuento ....en mi cabeza aparecian esas imagenes.... te vi tratando de matar el raton... mas aun arruinando el jardin que te hizo mi tio ...jajajjaa.... eres muy buen escritor......en serio lo digo.....escribe un libro

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  2. jaja... gracias, lo que pasa es que escribo de corrido, el escritor es oficio y tu ya sabras que no quiero nada con oficinas.. plop (el mejor chiste)... Gracias Pau.. tu me haces los contactos con la editorial.

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  3. Muy sorprendida quedé con tu facilidad para relatar las historias, y la capacidad espectacular que se genera a través de ellas para imaginarse cada una de las detalladas historias de tu relato.
    Muy bonito.

    Saludos afectuosos

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  4. Muchas gracias!!!
    un abrazo
    Saludos!!!!

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